martes, 1 de noviembre de 2011

LAS GUERRAS DEL CASTOR















Llamándose Guerra de los Castores no es difícil imaginar el porqué de su nombre y el lugar donde se libró. Efectivamente, el comercio de pieles de estos animales jugó un papel importante -junto con enemistades ancestrales- y la localización fue América del Norte. Pero hubo mucho, muchísimo más. Se trató de un auténtico cacao con contendientes europeos e indígenas repartidos en alianzas que prolongaron los enfrentamientos -distribuidos en cinco guerras sucesivas- durante prácticamente toda la segunda mitad del siglo XVII.

Dos fueron los bandos básicos: por un lado los franceses y por otro la Confederación Iroquesa. Francia estaba presente en el territorio desde la llegada de Jacques Cartier en 1535, estableciendo diversos asentamientos (de ahí que esa zona de Canadá aún sea francófona). En 1603 fue Samuel de Champlain el que regresó para iniciar una colonización más en serio, firmando una alianza con varias tribus para enfrentarse a los iroqueses y asegurar el suministro de pieles de castor.

La Confederación Iroquesa, formada por los pueblos mohawk, oneida, séneca, cayuga y onondaga, había alcanzado la primacía regional expulsando a los algonquinos e imponiéndose también a hurones e innus, que fueron los que se unieron a los franceses para librarse del yugo iroqués. Los primeros combates resultaron favorables a los nuevos aliados, que derrotaron a los mohawk. Los galos incitaron a hurones e innu a expandirse hacia el oeste, empujando a los iroqueses cada vez más lejos hasta que el lago Ontario quedó como frontera natural.




Ello permitió un período de relativa calma que duró unos veinte años y fue bastante fructífero comercialmente para los intereses peleteros europeos. Pero los iroqueses no se resignaban y hacia 1610 trabaron contacto con los comerciantes holandeses, que se habían instalado en la costa y empezaron a venderles armas a cambio de pieles. Así desenterraron otra vez el hacha de guerra, primero contra los mohicanos -los holandeses se habían instalado en su territorio- y luego contra sus viejos enemigos. Tras dos años de matanzas se firmó una inestable paz en 1618, en buena parte motivada por un inesperado y terrible acontecimiento.

Era la llegada de las enfermedades europeas, para las que los nativos no tenían defensas naturales. Al igual que había pasado un siglo antes en la América española, la viruela arrasó Nueva Inglaterra matando al noventa por ciento de la población indígena en sólo dos años. Ello no impidió que, en 1624, mohawks y mohicanos volvieran a enfrentarse. Pese a la ayuda recibida por éstos de algonquinos y conestoga, la victoria fue para los primeros, que les expulsaron y se hicieron con el control absoluto del comercio de pieles con los holandeses. Su superioridad, a base de armas de fuego, una formidable flota de canoas y hábiles tácticas, sería una constante.








El resultado tuvo un aspecto positivo y otro negativo. Por un lado se enriquecieron, por lo que pudieron seguir comprando mosquetes y extender las hostilidades a algonquinos, hurones e innu; por otro, la matanza de castores alcanzó tal nivel que prácticamente se extinguieron en la región. La Confederación Iroquesa se vio, así, paradójicamente, a punto de morir de éxito. La solución, como tantas veces ha pasado en la Historia, fue lanzarse a una campaña de expansión militar hacia el norte, para hacerse con nuevas tierras de caza. Sus dueños eran los hurones. Fue el comienzo propiamente dicho de la Guerra de los Castores.

En 1635, tras una serie de batallas que, en general, fueron favorables a los iroqueses, se firmó la paz. Posiblemente influyó también una segunda epidemia de viruela que resultó aún más dura que la anterior y se extendió por el entorno de los Grandes Lagos. Sin embargo, la tranquilidad no duró mucho, otro par de años, porque los hurones se aliaron con los algonquinos y desataron las hostilidades una vez más; la guerra consistió en una serie de golpes y contragolpes de mano, a cual más bárbaro, hasta el punto de provocar el exterminio de facto de algunos pueblos que se vieron arrastrados al conflicto, como los oneida o los wenro.









En 1641, la Confederación Iroquesa buscó la paz ofreciendo a los franceses un puesto comercial en su territorio. El gobernador galo rechazó la propuesta para no desairar a sus aliados hurones pero la guerra interrumpía el suministro de pieles, así que al final se llegó a un principio de acuerdo; no fructificó porque los galos impusieron que los iroqueses les vendieran sus pieles con los hurones como intermediarios, lo que fue considerado un insulto. Una vez más hablaron las armas y esta vez Francia decidió intervenir directamente junto a sus aliados.

No fue suficiente para los hurones, que habían resultado especialmente debilitados demográficamente por la viruela. Poco a poco, pero inexorablemente, con un ataque tras otro, los iroqueses los fueron aplastando y los supervivientes quedaron diseminados, a merced del salvajismo del enemigo, del hambre y del crudo invierno canadiense de 1650. Muchos se integraron en otras tribus y no pocos en pueblos franceses, ya que buena parte de los hurones se había convertido al cristianismo por la esforzada labor de los misioneros (quienes, por cierto, también tuvieron numerosas bajas).

Como los iroqueses habían perdido asimismo mucha población por la viruela y la guerra, igualmente integraron en sus filas a restos de otras tribus y prisioneros, hurones incluidos, siguiendo una vieja costumbre india. Asimismo, se congraciaron con los misioneros jesuitas y hubo un considerable número de conversiones. Pero eso no significaría tranquilidad ni mucho menos. Los mohawks, que habían quedado como el pueblo predominante de la confederación, insistieron en su belicismo y esta vez lo dirigieron contra los blancos. Los colonos sufrieron un período de terror en el que la caza de cabelleras hizo fortuna.










No fueron las únicas víctimas. Los tionontaté también fueron pasados a cuchillo y los pocos que escaparon huyeron a las praderas refugiándose con los sioux. Luego cayeron unos tras otros, los neutrales, los ottawa, los erie, los conestoga y los delaware. La Confederación Iroquesa parecía imparable y llegó a las puertas de las ciudades francesas de Montreal y Quebec, contra las que efectuaron algunos asaltos. Demasiado para que Francia permaneciera de brazos cruzados: en 1660 organizó un contingente y sumó a sus soldados lo que quedaba de hurones y algonquinos pero los iroqueses los derrotaron; eso sí, a costa de muchas bajas.

Fue el canto del cisne iroqués porque París, viendo que su colonia corría peligro, envió un ejército. Además, los holandeses que armaban a las tribus de la confederación fueron desplazados por los británicos. Las dos campañas sucesivas desarrolladas por los galos en 1666 obligaron a los iroqueses a negociar, en parte porque los belicosos mohawk estaban muy debilitados. Pero llevarse bien con los europeos no significaba hacerlo con los otros indios: los shawnee, illinois, powatomi y miami pudieron comprobarlo, pues sólo en 1684, combinando sus fuerzas y tras varias derrotas, lograron detener la nueva expansión iroquesa hacia Ohio e Illinois. También ayudaron las armas de fuego suministradas por los franceses, cuyo armisticio con los iroqueses se había dado por finalizado.









La nueva guerra duró una década y fue aún más brutal, si cabe. En la década de los ochenta los franceses armaron a ojibwas y algonquinos para frenar a los iroqueses; lo que no sabían es que los ingleses habían empezado a hacer lo mismo con éstos en sustitución de los holandeses. No obstante, consiguieron unir a todas las tribus enemigas de la confederación para desatar una exitosa campaña contra su principal componente, los séneca. En lo que se conoce como la Guerra del Rey Guillermo, las hostilidades ampliaron su nómina de contendientes directos y, así, tropas inglesas y francesas se enfrentaron cara a cara en varios choques mientras los indios seguían matándose entre sí paralelalmente.

Los europeos firmaron la paz en 1697, por el Tratado de Rijswijk. Y entonces el panorama cambió. Los franceses desistieron de eliminar a los iroqueses y éstos estaban ya agotados tras medio siglo de muerte y destrucción, así que firmaron un acuerdo comercial a despecho de los ingleses quienes, no obstante, al final se sumaron al pacto. Fue la Gran Paz de Montreal de 1701, en la que se restablecían más o menos las fronteras de antaño y las respectivas áreas de influencia primigenias. Los iroqueses quedaban, en la práctica, como mediadores in situ entre las dos potencias europeas. Aquel statu quo duró veinte años; los que tardaron los blancos en iniciar su expansión colonial aprovechando la sangría humana sufrida por los pieles rojas.

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